Tantos cambios, ¿para qué?
- No es necesario decirlo; a una velocidad que nos tiene despeinadas nos hemos equiparado en casi todo con los hombres. Tanto, que hemos logrado sobrecargarnos de roles y tareas por aquello de que como no existían modelos femeninos, tuvimos que adoptar los masculinos (y en el intento olvidamos dejar caer algunos de los anteriores). Hemos avanzado y pisamos fuerte. Opinamos, decidimos, elegimos. Hasta logramos hablar de la menopausia con naturalidad. De los susurros con la boca tapada por la mano que emitían las abuelas para hablar, sólo entre ellas claro, del “cambio” que alcanzaba a la tía Angélica hemos juntado coraje para pedir a los gritos, en medio de una reunión de directorio, que abran las ventanas cuando nos atacan los calores; esos mismos que nos arruinan las mejores blusas de seda y nos hacen guardar- ¿será para siempre?- los jerseys de lana y los camisones de sintético.
Por fin la sociedad entera empieza a entender que la vida no se acaba porque se retire la regla como se consideró desde siempre. Porque el climaterio ya no sucede, como hasta hace unos cincuenta y pocos años, cerca del fin de la vida. Los avances de la ciencia le agregaron años a la vida. Muchos. Tantos que ahora las cincuentonas son las segundas jóvenes y para ellas, que en vez de vestir de gris y negro usan jeans con lentejuelas, se promueven actividades, carreras, nuevas metas y una búsqueda permanente de satisfacción de cualquier asignatura pendiente porque todos, pero muy especialmente nosotras, sabemos que con suerte y salud nos quedan más de treinta años por delante y que tenemos que aprovecharlos. Porque hemos aprendido, pasados los 50, a decirnos: “Ahora me toca a mí”. Con buenos motivos, porque a esta altura ya hemos cumplido con los mandatos familiares y sociales y nos hemos quitado de la nuca aquel dedo acusador que nos hizo hacer tantas cosas a desgano en las décadas anteriores. En el camino, no exento de baches y pozos, aprendimos que ya somos grandes y tenemos permiso para portarnos mal y divertirnos. Alguien nos dijo que “las chicas buenas van al paraíso y las malas a todas partes”. Y hacia allí partimos.
Pero solas. Porque a una altura de la vida en que muchas mujeres no tienen pareja por ser divorciadas o viudas no se ha resuelto aún cuál es la forma posible de encontrar un nuevo compañero para la segunda vuelta. Estable, claro. Se ha vuelto una tarea difícil; a veces casi imposible en este mundo de hombres confundidos por nuestros avances que resuelven sus propias crisis climatéricas buscando muchachas treinta años menores. Hombres que casi no circulan cuando están solos porque a menudo se van cuando ya han preparado otro nido (o al menos algo que se le parezca un poco…). Lástima; justo cuando descubrimos los permisos, cuando podemos divertirnos sin temor al embarazo, cuando tenemos las ventajas y la sabiduría que la edad acarrea consigo (junto con tres pares de gafas, algún kilo de más y varias arrugas)… no nos dejan participar en la carrera. Porque para competir deberíamos tener unos veinte años menos. Un modelo de oxímoron que más de una vez nos hace preguntarnos si realmente valió la pena tantos cambios.
Pero sí, valieron la pena. Porque las que luchamos para que se nos reconociera por lo que somos, y no por el envase en el que transitamos por este agitado mundo, sabemos que también están allí los hombres que buscamos. Hombres seguros de sí mismos, que no buscan trofeos porque no tienen que demostrar nada, hombres con los que se puede hablar con los sentimientos además de las palabras. Y aunque sabemos que a veces tardan en aparecer, los esperamos. Tenemos paciencia porque las mujeres, eternas magas en la búsqueda de recursos de todo tipo, tenemos para el mientras tanto, uno irreemplazable y siempre a mano: las amigas. Esa red invisible que nos protege a lo largo de toda la vida y más aún en los años maduros. Y esa carrera la ganamos todas.
Daniela Di Segni
Mujeres sin reglas
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