La violencia perversa




A la hora de presenciar una discusión que acaba en pelea, muchas veces cabe preguntarse quién tiene la culpa, quiñen ha comenzado la agresión, cuál de ellos es el que ha desatado la violencia. Pero no siempre es posible determinarlo. Los ánimos se van caldeando poco a poco, el nivel de agresión sube paulatinamente y, así llegan a los golpes.
En muchas situaciones en que aparecen los malos tratos, éstos surgen de la forma en que la pareja ha establecido su vínculo. En ellas cabría más hablar de causas y efectos, de roles asumidos, de que la culpa absoluta de uno de los miembros. A menudo las agresiones son mutuas y constantes, la permanente descalificación se para con un golpe o con un violento silencio que puede hacer más daño que una bofetada, la provocación impune con un empujón. Son dificultades que nacen de la lucha por el poder en la que participan ambos.
Sin embargo no es esto lo que ocurre en el caso de la violencia perversa; aquí si hay un agresor y una víctima que no llegan a esa situación por la dinámica de la relación sino porque uno de ellos, el agresor, tiene como objetivo destruir a su compañero para sentirse omnipotente.
Cualquier persona que sea víctima de una agresión directa, ya se trate de insultos descalificación o golpes, sabe perfectamente que está siendo agredida. Aun cuando por efecto de una manipulación por parte del agresor, de su propia desvalorización o de sus creencias pueda llegar a pensar que merece ese castigo, lo cierto es que no le cabe la menor duda que están ejerciendo alguna forma de violencia contra ella. Este conocimiento puede permitirle, al menos poco, formularse el deseo o el plan de huir de la persona que la maltrata, suelo que, lamentablemente, en la realidad no siempre se puede cumplir.
Lo perverso del acoso moral es que toda la agresión está disfrazada, camuflada de buena intención, de afecto, lo cual hace que sea mucho más difícil que la víctima piense siquiera defenderse o en huir. La forma en que actúa el maltratador, alternando constantemente agresiones con seducción y afecto, impide comprender a la víctima lo que está sucediendo y, por tanto, escapar o responder.
Para crear esta indefensión la violencia emocional debe ser insidiosa, constante, cotidiana y ejercida a lo largo de un mínimo tiempo. El agresor destruye psicológicamente a su víctima sin prisa pero sin pausa durante años, de forma subterránea y sutil. El golpe de gracia se lo da cuando ésta, mostrando una absoluta dependencia psicológica de él, enferma o es ingresada en un psiquiátrico. Entonces, la abandona.
Debido a que violencia perversa sólo puede iniciarse contando con la confianza de la víctima, lo primero que hace el agresor es seducirlo.
En la primera fase el matratador se muestra lo más atractivo posible. Por una parte, exhibe su mejor cara, sus calidades más sobresalientes con el fin de despertar el interés. Por otra, utiliza sus cualidades más sobresalientes con el fin de despertar el interés. Por otra, utiliza el halago (al que es muy fácil volverse adicto) para reforzar la autoestima de la víctima. Aunque pudiera pensarse que esta actitud pudiera estropearle finalmente los planes, es necesario comprender que hay un propósito deliberado y perverso detrás de esta acción: lo que busca el maltratador es que la persona a la que arremete necesite su presencia para sentirse más valiosa y fuerte. Al crearle esta dependencia psicológica, la víctima estará a su merced. Por otra parte ¿cómo no confiar en alguien que muestra tanta admiración? ¿Acaso es posible esperar mentiras, engaños, traiciones y trampas de la persona que tanto nos quiere?
En las relaciones amorosas, el carácter del vínculo facilita estos objetivos: la futura víctima quiere creer al perverso, ya que todo lo que él le ofrece le hace sentir buen consigo misma, le da fuerzas, le motiva y le produce felicidad.
A veces tengo miedo de hacerle daño porque me da la sensación de que está más enamorado de mí que yo de él..
Es esencial que la víctima confíe porque el mecanismo maquiavélico de la violencia perversa se basa en hacer creer, a través de ciertos gestos, que hay afecto mientras que, alternativa o simultáneamente, se harán otros que demuestren desprecio, odio, asco, etc..
Para una persona enamorada y pendiente de los sentimientos de su pareja, este tratamiento es enloquecedor, como los mensajes que recibe son contradictorios o ambiguos, termina perdiendo la confianza en sí misma, desequilibrándose e irremediablemente hundiéndose en la desesperación.
Despertar determinadas emociones en los demás, sobre todo si son negativas, es relativamente más fácil que controlar las propias. Como ejemplo de lo vulnerables que somos a la manipulación emocional, basta citar ese tipo de bromar que consisten en contar una mentira para que el inocente se asuste o se enfade. Si le decimos a un amigo: acabo de ver que tu coche se lo lleva la grúa, instantáneamente observaremos su reacción de enfado o de ansiedad porque con nuestra mentira habremos despertado en él una emoción molesta.
Así como esta broma tendrá más efecto si la víctima confía en quien la hace, cualquier manipulación es más fácil de llevar a cabo cuando la víctima ha atribuido previamente al agresor buenas intenciones hacia ella.

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