Crecer - Abuso sexual a menores


La pequeña Carin, de ocho años, sostuvo con fuerza el lápiz en su puño cerrado, dibujando audaces líneas sobre el papel que yo acababa de darle. Me miró desafiante y dijo: ¡Yo nunca me haré mayor, no quiero hacerme mayor y tú no me puedes obligar!. De acuerdo, le dije: No tienes que hacerte mayor hasta que estés preparada. ¿Puedes decirme qué tiene de malo hacerse mayor? Suavemente la toqué en el brazo. Cambió el lápiz negreo por otro de color rojo señalándome con ello que su tristeza se había convertido en enfado. Rodeó las líneas negras del centro con círculos repintados de rojo, dibujando círculo tras círculo antes de contestarme. Porque duele mucho, dijo tranquilamente bajando su cabecita y apartando los ojos de mí. Esperé por si ella quería seguir hablando un poco más. Y no me gustan las cosas que hacen los mayores, otra vez desafiante, con los ojos brillantes, especialmente las cosas que hacen los niños. ¿Te ha hecho daño alguna persona mayor, Carin? Dudó, luego lentamente dijo: Si. ¿Quieres contármelo? Le dije con voz tranquilizadora. Dejó los lápices de colores y el papel, y bajando su cabecita dijo: Vas a creer que soy una niña mala y ya no me vas a querer si te lo cuento. Yo le dije: Carin, yo sé que tú no eres una niña mala. Eres una niña muy buena. A veces, a los niños les suceden cosas malas, pero eso no significa que el niño sea malo. Nada de lo que me cuentes hará que yo deje de quererte, así que ahora, ya puedes contarme lo que ha pasado.
Carin cerró los ojos y empezó a llorar en silencio, mientras me contaba que su padrastro abusó de ella por primera vez en el granero sobre un montón de heno recién segado. Recordándolo se liberaba del dolor, curando la herida que aquel hecho le había producido. Ello ocurrió hace treinta y siete años. Fue el primer abuso sexual y se prolongó durante seis años más, repitiéndose cada semana hasta que a los catorce años se escapó de casa. Después de tantos años, las heridas emocionales estaban todavía sin cicatrizar, dolían y debían ser curadas antes de que Carin pudiera llegar a ser una adulta equilibrada.
Carin representaba la más joven de ocho personalidades que eran partes fragmentadas de una de mis pacientes. Después de quince meses de terapia. Carin se resistía en fundirse con las otras partes de su personalidad. Se había creado partiendo de sus dolorosos recuerdos y debido a los traumáticos acontecimientos que ocasionaron la división de su personalidad en partes distintas, separadas, formando varios “yos” con autonomía propia. Carin necesitaba recordar y sentir dolor de la impotencia, el miedo y la rabia que tuvo que reprimir cuando su padrastro la violó.
Su miedo a recordar y a contarlo a alguien estaba aprisionando detrás de los muros de la vergüenza y el sentimiento de culpa. El dolor y la tristeza que sentía dentro de su ser revelaban a través de los negros garabatos de su dibujo. Los círculos en rojo mostraron que teníamos que tratar la rabia que ella sentía, antes de ocuparnos del dolor. Mientras siguiera sufriendo por su robada inocencia de niña, por su imposibilidad de elección, por la impotencia y por la traición vividas, nunca iba a poder crecer y madurar, y lo mismo le sucedía a la mujer de cuarenta y cinco años que semana tras semana se sentaba en mi acogedora consulta.
Madurar es un proceso. Es algo con lo que vamos a estar comprometidos, durante el resto de nuestras vidas. Es un proceso que a veces nos obliga a encontrarnos vapuleados entre las conductas responsables y maduras y la irresponsables e infantiles.
Al igual que cualquier otro proceso humano, el crecimiento es un cambio constante. A veces el cambio es sutil y lento, incluso parece estancarse. Otras veces nos golpea como un tornado, creando torbellinos que afectan a la totalidad de nuestra vida, desafiando nuestras reservas y nuestros recursos para sobrevivir.
A veces nos sentimos seguros, en calma, íntegros. Otras veces perdemos la serenidad y nos dejamos arrastrar por una ira inmadura que brota por las afrentas más insignificantes, sintiéndonos luego avergonzados por nuestra pérdida de control y por nuestra inmadurez. La ira desencadenada por otra persona o por un acontecimiento es la pista que nos avisa de que hemos de buscar la raíz del problema en nuestro interior, porque en ese momento no estamos actuando como seres adultos.

Dra. Nancy O'Connor

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