La experiencia del fracaso



Cómo asumir y superar los errores.

Entre ganar o perder, entre experimentar el éxito o el fracaso, la elección está clara. Tan sólo la palabra éxito nos suena a expansión, a alegría, satisfacción, a poder, seguridad, consideración. Mientras que el fracaso… ¿a quién le interesa el fracaso? Evoca una sensación desagradable, pesada, vinculada con la rabia o la tristeza, a estados de bloqueo, problemas y frustraciones, la ruptura de una ilusión… El fracaso es un trago amargo, difícil de pasar, que preferiríamos evitar si pudiéramos. Sin embargo, puede ser una experiencia tanto o más importante que el éxito. Es cierto, no es agradable, pero, ¿sirve de algo fracasar?

El éxito nos motiva, y mucho. De hecho, la esperanza de alcanzarlo es el mejor impulso para emprender un esfuerzo. Lo entendemos, pues, como una recompensa, como la prueba de que tenemos aptitudes, lo cual refuerza nuestra estima. El fracaso, en cambio, hace tambalear la confianza, desmorona proyectos y nos recuerda que tenemos fallos y defectos, o que, a veces, no somos «capaces». Pero a pesar de eso la experiencia del fracaso ofrece algo que el éxito no da: la oportunidad de reconocer que tenemos límites, aprender, rectificar, y poder ser así cada vez un poco mejores.

Nadie puede vacunarse contra la sensación de fracaso, ni siquiera quien lo haya experimentado logra alcanzar la inmunidad. Es preciso atravesar la enfermedad, en este caso la decepción, sea cual sea su magnitud. Sin embargo, existen vías para que el fracaso, en lugar de ser un peso que amenaza con hundirnos, sea una ocasión de la que sacar provecho. Tanto si se trata del suspenso en un examen, de un desengaño amoroso, de la sensación de haber fallado como padre, pareja, profesional o amigo… la cuestión está en la actitud con que cada uno encara ese revés.

Redefinir el fracaso
Existe una tendencia a valorar más el fin que los medios. Es decir, lo que importa ante todo es el resultado: si se ha alcanzado el objetivo o si, por el contrario, se ha fallado en el intento. Desde ese punto de vista el fracaso excluye al éxito, y a la inversa, puesto que un resultado sólo puede ser blanco o negro, positivo o negativo.

Con esta forma categórica de ver las cosas, al no tener en cuenta el medio no se valora suficientemente lo que quizá sea más importante: el aprendizaje. Tanto si se gana como si se pierde la experiencia puede resultar limitante, puesto que no se considera el proceso con perspectiva. Un triunfo mal vivido puede conducir a la autocomplacencia o al estancamiento, pues el éxito genera menor necesidad de cambio. Un fallo mal digerido puede llevar a abandonar un propósito o a sumirse en una depresión.

Son frecuentes los casos de atletas o artistas que en la cima de su carrera, tras lograr su máximo objetivo, iniciaron un fulminante declive. Mientras que, a la inversa, abundan las personas que tras grandes problemas o estrepitosos fracasos supieron remontar y lograron éxitos excepcionales. Es fácil, por lo tanto, pasar del éxito al fracaso, y viceversa. El reto en cualquier caso está en vivir la situación como algo fluido, no estático, teniendo en cuenta el proceso realizado y el que puede acontecer. De ese modo en el fracaso no nos invadirá la negatividad, ni en el triunfo se pecará de excesiva arrogancia.

Con esta perspectiva más amplia podemos ver que el camino hacia cualquier éxito está marcado por sucesivos errores, gracias a los cuales fue posible una mejora y perfección progresiva. Desde este enfoque, por lo tanto, se entiende el fracaso como un ingrediente indispensable y esencial en el proceso que lleva al éxito.

Ganar pediendo
¿Existe algún método eficaz para triunfar y lograr los objetivos, ya sea a nivel profesional, familiar, personal…? Quizá la receta es más eficaz es la más paradójica: intentar fracasar.

Frases como quien no hace nada nunca se equivoca o para avanzar hay que estar dispuesto a fracasar, avalan en cierta medida esta audaz prescripción. Se basa en el principio de que el intento es lo que permite que el éxito sea posible, aunque implique siempre cierto riesgo de fracaso. Cuando no existe ese intento tanto la probabilidad de logro como la de error desaparecen.

Con ello entramos en el terreno del miedo. Más concretamente el miedo al fracaso, que engloba el miedo a las críticas, a no estar a la altura, a comprometerse, a hacer el ridículo, a lo desconocido, a no ser bien visto por los demás… Este miedo es el que lleva a dejar pasar oportunidades o a no buscarlas, a evitar el éxito por temor a fallar. La ilusión perfeccionista de que siempre hay que ganar no tolera el fracaso, la mancha de la imperfección, y alimenta precisamente ese miedo exacerbado al error.

Resulta paradójico, como nuestra receta, pero cuanto más se desea triunfar mayor suele ser el miedo al fracaso, con lo cual las posibilidades de éxito se reducen, a menos, claro está, que se supere dicho temor. El miedo está ahí, se puede sentir. Puede influir en nuestra trayectoria, modificándola, pero otra cosa es permitir que nos detenga. Ante la disyuntiva de si intentarlo o no, conviene preguntarse si la razón principal del no es el miedo. Si es así, se puede tratar de ver la cuestión desde otro plano. Elegir dar el paso –tanto si tiene un buen resultado como si no–, puede considerarse como un éxito, pues como mínimo se habrá ganado una batalla al miedo, mientras que el peor fracaso reside en ni siquiera intentarlo. Las personas tendrían que aplaudirse a sí mismas ante determinados fracasos, pues significa que han arriesgado, que han explorado cosas nuevas y desafiantes.

Un error de interpretación
¿De qué depende que algo sea un éxito o un fracaso? ¿De las circunstancias, de lo que hagan los demás, de lo que haga uno mismo? Según a qué se atribuya el fracaso la reacción de la persona será diferente.

¿Cómo reaccionan quienes atribuyen el fallo a las circunstancias o al azar? Posiblemente peleándose contra su suerte o renegando de la situación desfavorable que les ha tocado. Quienes achacan la culpa a las personas incompetentes que les rodean, es probable que se desfoguen criticándolas, sea a sus espaldas o directamente. Quienes, por el contrario, atribuyen el fracaso a su propia responsabilidad, pueden desmoralizarse, sentirse terriblemente ineptos y perder la confianza en sí mismos.

Seguramente todas estas personas tengan parte de razón. Es decir, muchas veces las circunstancias, las otras personas o los fallos propios favorecen un fracaso. Sin embargo, estas formas de interpretar lo sucedido no propician una resolución, más bien la entorpecen.

Atribuir el fallo a cosas que no se pueden cambiar, a factores externos al propio control, hace que la persona sienta que no puede hacer nada para mejorar su situación. Haga lo que haga, el mal tiempo, la mala suerte, un despiste ajeno o la famosa ley de Murphy pueden arruinar su objetivo. Reconocer, en cambio, que tenemos siempre una esfera de elección propia, aunque sea la de elegir cómo reaccionar ante las circunstancias adversas, significa empezar a ver las cosas desde un ángulo diferente.

Al interpretar los errores como una prueba de la propia ineptitud se ponen en marcha una serie de creencias negativas sobre uno mismo. El individuo se dice: «soy tonto… no valgo para nada… siempre hago el ridículo», como si de una grabación automática se tratara. De ese modo el error se magnifica y se generaliza a toda la persona.

¿Cómo afrontar de manera eficaz el cambio que sugiere el fracaso? Para aprender de los contratiempos y procurar remediarlos es importante actuar en el área de influencia que uno tiene en el momento y la situación concreta. Esto significa detectar en qué se tiene cierto control y dedicar el tiempo y la energía a las cosas con las cuales es posible hacer algo, pues en lo demás, en lo que no entra dentro de la esfera de nuestra responsabilidad, no cabe más que lamentarse.

Admitir el fracaso
Si bien somos libres para elegir nuestras acciones, no lo somos para escoger sus consecuencias. Ante el fracaso no hay más remedio que reconocer que las cosas no han ido bien, y tolerar la frustración que genera la derrota.

A veces, al experimentar un fracaso se atraviesa un proceso semejante al de un duelo. Se puede pasar por diferentes fases: la negación, la ira, la depresión… para llegar finalmente, si todo va bien, a aceptar la situación. En realidad en cada fracaso se pierde algo, puede ser una ilusión, un proyecto, una idea, una creencia, y se reacciona con dolor ante esa pérdida. Pero permitirse sentir ese dolor, sin evadirlo a base de autoengaños, resulta indispensable para poder resurgir de la situación de fracaso.

En los momentos de crisis aparecen de una u otra forma sensaciones intensas de fracaso. Son ocasiones en las que se tiene un encontronazo con la realidad. Una persona se siente fracasada cuando percibe que lo que ha logrado en su vida no concuerda con lo que esperaba. Es una interpretación completamente subjetiva, pues lo que para uno puede valer y ser un signo claro de triunfo, otro lo puede interpretar como un vaso medio vacío. Todo depende de las expectativas con las que parte cada cual, del lugar a donde quería llegar.

La decepción que acompaña al fracaso es dolorosa, pero nos fuerza a rebajar la exigencia y unas expectativas quizá demasiado elevadas, irreales o engañosas. Decía Erich Fromm: «Desengañarse quiere decir liberarse de los engaños y dejarlos atrás». Por ello la experiencia del fracaso supone la compensación del triunfo y ayuda a digerirlo mejor. El éxito nos hace volar, nos llena de entusiasmo, mientras que el fracaso nos hace tocar con los pies en el suelo, nos devuelve a la realidad y nos empuja a la reflexión.

El triumfo más difícil
Un requisito para que el fracaso sea provechoso es admitirlo, reconocer que las cosas no han ido como queríamos, que uno no es tan perfecto como pensaba. Sólo desde esa humildad es posible corregir el error. Aceptar y asumir la situación constituye en sí un pequeño triunfo.

Es sabido que en algunos ámbitos empresariales está incluso bien considerado que alguien haya tenido en su carrera un fracaso importante, pues se considera una garantía de que no vive en las nubes. El fracaso ya superado aporta una visión más equilibrada, ni excesivamente positiva ni demasiado negativa, así como el sufrimiento deja como poso una comprensión más profunda de la condición humana. Sin embargo, para transformar el fracaso en una oportunidad hay que pasar de las palabras a la acción, asumiendo los resultados.

Cristina Llagostera, Cuerpomente 153

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