Heridas de la niñez II


Las sombras de la infancia
Ahora Katja vivía sola, respiraba tranquilidad, hizo nuevas amistades y encontró un empleo que la satisfacía. Pero las sombras de la infancia volvieron a alcanzarla en relación a su hijo. El niño sufría la sepración, pero, igual que su padre, no podía demostrar sus verdaderos sentimientos.
Como su padre le pegó y humilló y su madre ni le entendió desde un principio, el hijo de Katja se fue convirtiendo en una persona desconfiada. No podía ceer que la gente lo quisera tal como realmente y siempre deseaba ser más grande y más fuerte que los demás. Había visto al padre de su infancia y ahora interpretaba ese papel con su madre, culpabilizándola de todo lo que él no era capaz de conseguir en la vida. Una vez Katja preguntó a su hijo ¿Se puede saber porqué me odias? El reaccionó ofendido. Le dijo que lo estaba confundiendo con su padre y que no veía cómo era él en realidad. Katja consideró que era una respuesta verosímil, pero no se atrevía a admitir que ni sabía cómo era realmente su hijo, así que continuó negando sus propios sentimientos aferrandose al autoengaño.
Su propio cuerpo consiguió despertarla con la ayuda de otra enfermedad grave. Katja tuvo que comprender que todos los intentos por entender a su hijo serían en vano mientras él no accediera a abrirse ante su madre y que su deseo de asimilar empáticamente los reproches de su hijo también sería irrealizable hasta que él no dispensara algo de confianza. El hijo, por su parte, no podía abrirse porque en los primeros años de su vida no se había edificado tal confianza.
El deseo nunca cumplido de Katja de mantener un intercambio intelectual y espiritual con sus padres, sus hermanos y sus compañeras de escuela logró sobrevivir en forma de ilusiones y ahora estaba claramente dirigido a su hijo. Tanto fue así que era incapaz de ver lo mucho que él rechazaba ese deseo y que quizá, con razón, temía. Respetar el temor del hijo tampoco le funcionó. Quería saldar a toda costa su deuda como madre y, si nada había dado resultdo ¿Por qué no porbar entonces con su propio sufrimiento?

Darse permiso para sentir
Katja tenía que enfrentarse con su más temprana infancia, cuando su madre, a base de palizas, la obligaba a ser buena, a vergonzarse de todos sus errores y a sentirse culpable. Aquellas lecciones aprendidas a tan corta edad conservaron su eficacia a lo largo de toda su vida. La predisposición de Katja a sentirse culpable era casi ilimitada.
Dejar una conducta así con más de setenta años es una osadía difícil de acometer, pero trampoco es ninguna quimera. cuando Katja consiguió abandonar sus esperanzas infantiles, desapareció también su odio porque se tomó la libertad de aceptar los hechos de la realidad presente y pasada. Ya no necesitaba obligarse a creer en cosas que le pareciern evidentes, ni adoptar el punto de vista de los demás, ni cargar con emociones ajenas que no podía asimilar. Ya no tuvo que obligarse a soslayar realidades ni a desoír sus percepciones porque ahora tenía permiso para sentir las emociones que correspondían a su situación.
Los sentimientos no se dejan manipular a largo plazo. Cuando Katja enfermó gravemente, despertó en ella su lado rebelde y fue capaz de entender que hasta el mayor de los criminales tiene derecho a dejar de culpabilizarse si ha expiado sus fechorías. Ella no era una criminal; solo era una mujer que no había aprenido a acoger a un recién nacido y no había guardado en su cuerpo ningún mensaje postitivo de su madre.

Aceptar el pasado.
Pidió perdón a su hijo por su negligencia, se arrepintió de sus errores y renegó de los sentimientos de culpa que intoxicaban su vida y la relación con su hijo. Tuvo que reconocer que no hay que escarbar en el pasado, sino aceptarlo. Sus esfuerzos no habían servido para ganarse la confianza de su hijo. En cuanto a él, su forma de evadirse y evitar la comunicación era quizá la única opción para edificar su vida y no caer enfermo por las proyecciones de su madre.
Antes no hubo nadie que comprendiera los trances por los que pasó Katja. Y ahora Katja creía que con su hijo adulto tenía el derecho a exigir finalmente algo de sinceridad. Es posible que él ya experimentara de bebé esta actitud exigente sin poderla nombrar, que la pedeciera y que, al final, se apartara de la fuerza emocional que conteía esa llamada. Seguro que se imaginaba que dentro de su madre habitaba una niña necesitada con la cual él no sabía qué hacer.
Al final, Katja aceptó con resignación que la tragedia de su infancia le había arrebatado la posibilidad de convertirse en una buena madre. Es así como disfrutó del final de sus días en paz, y rodeada de buenos amigos, pudo reconciliarse consigo misma y se deshizo de unos objetivos que acabaron pareciéndole irreales. Gracias a la terapia, Katja se dió cuenta de lo mucho que pesaban las sombras de su infancia en relación a su hijo y pudo, finalmente, percibir sus necesidades infantiles.

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