Cuenta conmigo


Pasaban los días y no podía dejar de pensar que, de algún modo, todo estaba relacionado. El problema de mi tío Pedro, el recuerdo de la muerte de mi padre, mis discusiones con mamá, la partida de Ludmila, mi relación con Gaby e incluso mi ansiedad respecto a Paula, esa nueva mujer que, desde luego, parecía decidida a no llamar. ¿Cuál era la conexión? ¿Mi desesperación frente a la soledad? ¿Mi inmadurez? ¿Mi microscópica capacidad de frustración? ¿Mi encubierta dependencia a la mirada calificadora de los demás?
Era domingo y el día amenazaba con ser gris, triste, largo y silencioso. Y como me sentía solo, empecé a pensar en la biografía de mi soledad. No era la soledad del que está solo como diferenciaba el Gordo, sino la de los que se sienten solos aunque estén rodeados de otros.
Esa sensación la conocí, como tantas otras cosas, de las buenas y de las malas, al lado de Gaby. Fue el último año de nuestra pareja, cuando me sentí verdaderamente solo por primera vez en mi vida. Mi matrimonio iba mal. Las discusiones se hacían cada vez más frecuentes y siempre terminaban en gritos o en portazos. Hoy comprendo que posiblemente por eso yo hacía todo lo posible por no estar en la casa. Dolorido y confuso, me llene de trabajo ( el típico escapismo de todos los hombres, me había dicho María Lidia) Extendí el horario del consultorio, tomé más clases a mi cargo en la cátedra y hasta retomé la práctica hospitalaria (Médico de sala de Nefrología cada mañana y dos días de guardia por semana, viernes y domingo) Los brevísimos periodos de tiempo en que coincidíamos con Gaby en la casa y yo no estaba durmiendo, los usábamos para pasar lista a su largo catálogo de reproches, para discutir sin escucharnos.
Pensándolo bien, no es extraño que tenga tan pocos recuerdos de aquella etapa. Casi un año de mi vida se resume en : salgo a trabajar a las siete de la mañana, vuelvo a las diez de la noche, como cualquier cosa que haya en la nevera sin calentarlo, me hago café, discuto un rato con Gaby, le digo, tengo sueño, que estoy cansado, y me duermo, a veces en el dormitorio, a veces en el sofá, a veces como un refugiado de vuelta en el hospital.
Aquel periodo es una enorme nebulosa en mi vida que termina (¿termina?) una mañana cuando al salir del baño veo a Gaby haciendo una maleta. Me quedé mirándola sin decir una palabra, apoyado contra el marco de la puerta.
- La semana que viene vengo a buscar el resto de mis cosas- me dijo.
Se le caían las lágrimas, pero o tenia furia ni odio.
Ocúpate tú de separar los libros, los discos - ordenó- no quiero discutir más.
¿Adonde vas?-pregunté, más por cortesía que por interés.
He alquilado un apartamento. En el cajón de la cocina están la dirección y el teléfono, aunque si puedes evitar llamarme, mejor.
Y se que. Sin un beso ni un adiós.
Hoy lo comprendo. en momentos como ése un simple adiós verdaderamente hubiera sido poco y un beso seguramente demasiado.
Siempre se mezclan dolor y vergüenza, cuando revivo la sensación de alivió que me inundó al ver que cerraba la puerta.
Me parece increíble recordar que al volver a casa las primeras noches siempre me acompañaba el temor de que Gaby estuviera esperándome arrepentida, como había sucedido tantas veces. Abría la puerta, encendía la luz y me detenía en el pasillo, sin terminar de entrar, escuchando el profundo y tranquilizador silencio del ambiente.
Por supuesto que, pasada la euforia inicial, después de disfrutar de mi soledad y de su ausencia, después de sentir que recuperaba mi libertad y mi independencia, después de felicitarme por no haberla llamado y regocijarme de no encontrar sus mensajes grabados en mi contestador como era previsible, comencé a echarla de menos. Y era lógico echarla de menos. Había sido parte de mi vida durante tantos años que no podía pretender que se desvaneciera de ella en un par de meses.
Nadie se dedicar a recordad los malos momentos pasados su el otro ya no está allí para recrearlos - me diría el Gordo después. Y entonces uno se queda a mercede de sus nadamasquebuenos, recuerdos, obligándose a hacer ridículos esfuerzos monotemáticos para no olvidar el sufrimiento perdido. Aquella pena padecida que justifica frente a uno mismo el haber renunciado a lo que ya no está.
Muchas veces, cuando pienso estas cosas- le dije- me pregunto si el autor del tango nos engañaba, se engañaba o solamente le pasaba lo mismo que a mí, cuando escribió aquella letra: "No habrá ninguna igual, no habrá ninguna".
Como dice Humberto Maturana - recordó el Gordo- los científicos, los psicólogos y los filósofos no tienen más que preguntas, sólo los poetas tienen las respuestas. ¿Te acuerdas de aquel libro que me regalaste hace tantos años, la Antología poética de Hamlet Lima Quintana?

Allí estaba la respuesta a nuestras preguntas hoy.
Nadie tiene el rostro de mi amada.
Un rostro donde los pájaros
distribuyen tareas matinales.
Nadie tiene las manos de mi amada.
Unas manos que se templan en el sol
cuando acarician lo pobre de mi vida.
Nadie tiene ojos donde los peces nada libremente
olvidados del anzuelo y la sequía,
olvidados de mí que los aguardo
como el antiguo pescador de la esperanza.
Nadie tiene la voz con la que habla mi amada.
Una voz que ni siquiera roza las palabras
como si fuera canto permanente.
Nadie tiene la luz que la circunda
ni esa ausencia de sol cuando se abisma.
A veces pienso que nadie tiene, nadie, todo eso
ni siquiera ella misma

Entendí todo, o creí entenderlo y quizá por eso en el camino de vuelta encontré poesía en aquello que me decía mi madre, cada vez que se enteraba de mis demasiado frecuentes peleas con Gaby:
Puedes pegar una cinta engomada en tu mano.
Y si lo haces con cuidado la unión queda firme y se mantiene.
Puede despegarla y pegarla de nuevo pero su adherencia ya no será la misma que la primera vez.
Puedes repetir la operación más veces, pero cada ciclo el agarre de la goma será menor.
La razón es evidente... cada vez, pedacitos de tu piel pequeños e invisibles son arrancados en el tirón.
Son estos desgarros microscópicos
los que impiden que la unión se vuelva estable o duradera.
Son esos pequeños desgarros sumados los que finalmente, un día consiguen que la cinta no se pegue más.

llegué a Buenos Aires cerrando un circuito de mensajes ( o ¿debería decir mandatos?) dejados por las mujeres de mi familia. Llegué tarareando la copla que a veces cantaba mi abuela:
Y por mucho que duela mi herida
por mis ojos te puedo jurar
que tu ropa jamás en la vida
juntito a la mía se vuelve a lavar.

Jorge Bucay-
Libro cuenta conmigo.
RBA Integral

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